Dos visitas al Infierno

VISITAS AL INFIERNO

EXTRACTOS DE LAS
CONFERENCIAS IMPARTIDAS POR TAMARA LAROUX
SOBRE SU BAJADA AL INFIERNO
(ESTADOS UNIDOS, 2003)

Cuando caí hacia el fondo de la tierra, el terror se iba apoderando de mí de forma espantosa. Algo dentro de mi ser explotó... Todo era calor, quemaduras en el interior de mi cuerpo. ¡Y qué olor! Era el más horrible que yo jamás había experimentado en la tierra. ¡E invadía todo mi organismo como si su origen fuera yo misma! Pero también estaba en el aire que me rodeaba completamente, el aire exterior a mi cuerpo.

¡Era el olor al infierno! Lo intentaré describir como una mezcla extraña de gases tóxicos y azufre; era tan repugnante que creí morir al inhalarlo. [...]

Miré alrededor y vi que todo eran llamas de las que brotaban gritos espeluznantes de gente; comprendí que eran gritos de muerte. ¡Y supe que yo me había convertido en parte de la muerte y que ya formaba parte de aquel lugar! Capté de inmediato que me encontraba en el infierno. ¡Y que no tenía escapatoria! [...]

Hasta entonces, no había cultivado mucha relación con Dios y nada sabía sobre las realidades de la vida tras muerte. Había leído muy pocas veces pasajes de la Biblia y apenas tenía conocimientos teológicos, pero algo en mi interior, una sabiduría especial, me hizo saber que donde estaba no era otra cosa que el infierno del que tantas veces hablaba la Biblia.

¿Cómo lo supe? Es un misterio... Pero puedo prometer que lo supe y que el lugar era real. [...] Todo lo que se palpaba era miedo y ausencia de Dios. En el infierno se sabe muy bien que Dios no está, y que no estará jamás. No hay posibilidad de salir y ya uno forma parte de ese lugar lleno de maldad, miedo y sufrimiento.

[...] Los gritos de las personas que me rodeaban me llenaban de espanto. Eran millones, y aunque todos habían captado mi presencia, no existía la posibilidad de comunicación entre nosotros. El infierno es ausencia de todas las cosas buenas y bonitas de la vida, y la compañía de otros seres humanos es algo muy hermoso. Pero en ese horrible lugar, aunque todos estábamos sufriendo juntos, no podíamos comunicarnos, protegernos, querernos... Dios no estaba por ningún lado. Todo lo contrario: todo era odio y miedo.

Las voces eran agónicas, terroríficas. Yo sabía que padecían sufrimientos insoportables pero también que nunca les podría ayudar. [...] Recuerdo con horror a una persona que estaba muy cerca de mí.  No podíamos hablar, pero con solo mirarle supe todo sobre su alma: sus sentimientos de angustia, de miedo, de rencor, sus pecados, sus faltas, lo que había omitido hacer de bueno en la vida. ¡Lo supe todo de él! Y también él supo todo sobre mí. En el infierno no hay secretos: toda la maldad y las faltas cometidas en vida están frente a cada alma y los demonios se fijan muy bien en ellas y se burlan vociferando blasfemias. Todos ven y son vistos, y todo se sabe menos las cosas buenas que uno pudo hacer en vida. De eso nadie se acuerda o no se quiere acordar... El demonio es un fiscal terrible y cruel. [...]

Inmersa en un terrible dolor, en la agonía, en el sufrimiento, en la vergüenza y en el más horrible arrepentimiento por lo que había hecho, había algo que no se alejaba un segundo de mi pensamiento: Cristo Nuestro Señor.

Solo después de «regresar a la vida» comprendí que fue gracias a su misericordia por lo que yo pude recordarle en el infierno. Porque Él no está allí... Todo implica su total ausencia. Pero vino a mi mente con toda magnitud y entonces supe, con seguridad, que Él es la respuesta para la vida, para todas las cosas buenas, para la creación. Y que suicidándome había cometido un pecado gravísimo contra Dios. [...]

Supe que todas las personas que estaban junto a mí aullando, sufriendo, padeciendo todo tipo de torturas, sabían de la existencia de Cristo y de Dios Padre como Creador, y entendí que todos ellos ansiaban, como ansiaba yo, volver a la tierra, a la vida, para contar al mundo que el infierno existía.

Entendí que el ser humano debería luchar en cada instante de la vida por evitar acabar en el infierno, ya que no había sido creado para el hombre, sino para Satanás y los demonios, y que jamás debía dejarse llevar y engañar por el diablo, pues éste desea ardientemente convencer a los hombres de que no existe, precisamente para que caigan un día en aquel horrible lugar de desesperación y muerte eterna.

Supe con gran claridad que la vida es un instante comparado con la eternidad y que ningún ser humano debería perder el tiempo en otra cosa que no fuera amar a Dios y desear salvar su alma y la de los demás. [...]

El tiempo... ¡Ah! El tiempo no existe en el infierno como nosotros lo conocemos en vida.  Ahí todo es eternidad, un espacio de tiempo indefinido e infinito que no finaliza jamás, y el alma sabe muy bien que en toda esa eternidad no tendrá un remanso de paz, un instante de amor o una visión de Dios.  Ni un segundo de paz se volverá a vivir; todo será tormento y sufrimiento, dolor y amargura, por siempre y para siempre. [...]

Entonces vi una luz; era magnífica y poderosa y venía directamente hacia mí.  Y en un gran alborozo comprendí que era Jesús. ¡Venía del cielo por mí!  Y como una película recordé aquel lamento, aquel grito desesperado que brotó desde lo más hondo de mis entrañas cuando estaba a punto de dispararme. Mis palabras habían sido: «¡Perdóname, Señor!». Y comprendí que el Señor, en su infinita bondad, había escuchado mi lamento. Y por eso vino, me sujetó con su mano poderosa y me sacó de aquellas tinieblas de fuego y tormento. [...] Jesús me habló. Me dijo muchas cosas cuando estuve en su presencia.

Entre otras que no me había condenado por mi acto desesperado, sino por otras cosas... Que Él siempre supo de mi sufrimiento y que nunca me abandonó; yo no supe verle en mi vida, y eso fue lo que me condujo a la desesperación y hacia esa bala mortal. No son nuestros actos aislados los que nos salvan o condenan, sino nuestra fe en su Misericordia. Eso es lo que nos puede salvar de una eternidad en el infierno.

Y Él me dio a entender que, dado mi gran pecado, no podría estar en el cielo. Aquello me aterrorizó de nuevo, porque junto a Él todo era amor, luz, paz, misericordia, felicidad... Toda la maldad y la pestilencia vivida en el infierno, había desaparecido de golpe... Me eché a llorar desconsoladamente.

Entonces Él me dijo: «No temas. Mira». Y me señaló mi propio cadáver, rodeado de sangre por todas partes, en el vestidor de mi casa. «Ve y no peques más», dijo. ¡Y me vi transportada hacia mi cuerpo, que yacía muerto aún en mi dormitorio, en mi casa! Me vi tan herida... La bala estaba incrustada en mi abdomen y salía sangre profusamente. Y entonces Jesús colocó mi alma con gran ternura sobre mi cuerpo y ésta entró de nuevo en él.

En ese instante, recobré la vista y los sentidos. Estaba viva, pero moría despacito otra vez. Estaba perdiendo demasiada sangre y notaba cómo el corazón dejaba de latir despacito... Pero Dios ya no permitiría que a causa de esa bala volviera a morir.     Mi momento para abandonar la vida en la tierra llegaría años más tarde, y ahora tenía una misión de absoluta importancia: la de contar al mundo todo lo que había visto. Y eso llevo haciendo hasta el día de hoy.

 

 

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