homilías del Nuncio

Homilía del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
en el primer aniversario de la muerte de
S.E. Mons. Eduardo Boza Masvidal

(Caracas, 16 de Marzo de 2004)

Uds., sin duda, conocen la famosa narración de la creación del mundo en seis días, en la que se nos dice que, el séptimo día, Dios descansó.

Un Padre de la Iglesia, San Ambrosio, comentando este texto se preguntaba por qué, llegado el séptimo día, Dios habría necesitado del descanso. El hizo el cielo y la tierra, y no descansó; hizo las plantas y todos los animales, y no descansó. Finalmente, hizo el hombre - un solo hombre - y la mujer - una sola mujer - y se cansó tanto hasta el punto de tener que descansar. ¿Por qué? Y San Ambrosio responde: Dios tuvo que descansar porque finalmente había encontrado alguien a quien tendría que perdonar. A un animal no se le perdona, porque no puede pecar. A un ángel no se le perdona, porque no se puede arrepentir. Pero con el hombre y la mujer, todo es diferente: nosotros formamos parte de estas extrañas criaturas que no desean nunca verdaderamente lo que hacen y nunca hacen verdaderamente lo que quieren. Dios, por fin, encontró a dos seres humanos a quienes perdonar. Y Dios descansó, dice S. Ambrosio, porque ya tenía con quien mostrarse Dios y Padre.

Este comentario ilustra bien el Evangelio que acabamos de escuchar. El mismo nos enseña de Dios algo que tendemos a olvidar: perdonar es la alegría de Dios. "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por 99 justos que no necesitan perdón». Jamás Dios se muestra tan Dios como cuando perdona.

A este perdón nos invita la parábola de los deudores del Rey que hemos proclamado en el Evangelio. Una parábola con la cual Jesús nos recuerda que si Dios experimenta alegría en dar, experimenta mucha más alegría en perdonar. Una parábola que nos urge, sobre todo, a hacernos una pregunta importante: ¿es posible perdonar como Dios perdona?

Por una feliz coincidencia, esta pregunta nos la hacemos en el día en que, en medio de la tristeza y la esperanza, celebramos el primer aniversario de la ida a la casa del Padre de un gran obispo, de un gran testigo de fe y de humanidad, de «un profeta en el exilio»: el Excmo. Mons. Eduardo Boza Masvidal.

Permítanme una confidencia, cristianamente obvia: en historia, no creo en el azar, sino en la Providencia, conjunción de gracia y libertad. Estoy seguro: la Providencia ha querido hoy, en esta precisa circunstancia, que nos preguntemos acerca del perdón. Cuando uno vive en una sociedad tan llena de conflictos como la nuestra, cuando día tras día nuestros derechos amenazan ser conculcados, ¿cómo entender el perdonar como Dios perdona? ¿No es pertinente, acaso, reflexionar sobre la calidad de nuestro perdón, sobre nuestra capacitad de perdonar a los otros?
Es verdad que el perdón es un acto difícil. Es tan difícil que, con una cierta ironía, se dice que las mujeres perdonan, pero no olvidan jamás, mientras que los hombres olvidan, pero no perdonan.

El perdón tiene sus caricaturas. Escuchen lo que dice el diccionario: perdonar es olvidar y excusar. Sin embargo, a los ojos del Evangelio, todo eso es falso. En efecto,

- perdonar no es olvidar, no es dejar que el tiempo actúe, con el pretexto de que arregla siempre las cosas. Acudir a la usura del tiempo es peligroso, porque el perdón de Dios consistiría, en ese caso, en olvidar nuestras malas acciones, en apartar su memoria de todo el mal cometido. Pero ¿quién podría demostrarnos, entonces, que Dios no haría lo mismo con nuestras buenas acciones, y que las olvidaría igual que las malas? Para perdonar verdaderamente, no se debe olvidar. Por el contrario, hay que recordar, hacer memoria.

- Además, perdonar no es excusar. Se excusa cuando existen circunstancias atenuantes. Pero lo que es excusable no necesita perdón; lo inexcusable sí lo necesita.

Cuando el Evangelio habla de perdón, habla de algo muy profundo. Algo tan profundo, que es difícil traducirlo en palabras. El perdón es, como el amor, don, no mera charlatanería. Si lo fuera, ese perdón sería sospechoso. Releamos lo que dice el Evangelio, cuando pone palabras de perdón en los labios de Jesús. Son relatos muy breves, apenas algunos detalles: Tus pecados te son perdonados; Yo tampoco te condeno.

La pregunta de Pedro y la respuesta de Jesús, que hemos escuchado en el Evangelio, nos obligan a cuestionar nuestro modo de perdonar. Uno tiene la impresión que, para Pedro, el perdón consistiría en una especie de contabilidad, de regateo con Dios: perdono una vez más, pero esta es la última.

La respuesta de Jesús nos dice que el perdón no tiene medida o, mejor aún, es la sin medida de Dios. No existe la contabilidad del perdón. Por lo tanto, no permitamos que se instalen sentimientos de revancha hacia quienes nos han hecho mal.

Perdonar es resucitar, es hacer nuevas las cosas, en verdad y justicia.

Perdonar es comenzar de nuevo. Se lo digo a Uds., esta noche, en nombre de la fidelidad al Evangelio y, también, en nombre de la fidelidad al testimonio de vida de Mons. Eduardo Boza Masvidal. El día de su funeral, en la homilía, se nos dijo que siendo joven sacerdote, desde las primeras horas de la madrugada, esperaba a sus penitentes en el confesionario para prodigar el perdón de Dios. En otras palabras, Mons. Boza Masvidal fue siempre un gran perdonador, un agente de misericordia.

Perdonar es comenzar de nuevo: lo digo a Uds., ciudadanos cubanos, que aquí, en Venezuela, por las razones que todos conocemos, han debido comenzar una nueva vida. Lo digo a Uds., ciudadanos venezolanos, que hoy día, con razón, temen que se les pueda imponer una manera de vivir y de pensar, que contradice sus más profundas convicciones humanas y cristianas.

Perdonar el pasado no quiere decir olvidarlo. Hay, incluso, un sano olvido de reserva de humanidad. Uds. no pueden ni deben olvidar los sufrimientos que, en nombre de un cierto proyecto político, les han sido injustamente impuestos. Uds. no pueden ni deben olvidar lo que ha constituido y constituye todavía una violación de los derechos humanos, comenzando por aquél que Juan PabloII considera como el primero y fundamento de todos los demás: el derecho a la libertad religiosa. Uds. no pueden ni deben olvidar las condiciones de una verdadera democracia: el firme reconocimiento de la dignidad transcendente de la persona, y el respeto a la libertad. De hecho, una auténtica democracia es posible solamente en un estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana, nos recuerda el Papa en su encíclica Centesimus annus; y agrega: «si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (Centesimus annus, n. 46).

En este tiempo de Cuaresma, tengamos la valentía de preferir el perdón de Dios, incluso a las legítimas reivindicaciones de la justicia humana. Tengamos la valentía de ser testigos de la misericordia del Padre ante aquellos que nos han hecho o nos hacen el mal, y promotores de esperanza contra todo esperanza. Imploremos la luz del Espíritu Santo para que, en las evidencias del mundo, nos ayude a discernir lo que Dios va tejiendo, misteriosa pero realmente, así como nuestra responsabilidad en la obra de la salvación.
"Uds. son la luz del mundo", dice Jesús a sus discípulos. ¡Qué palabra de esperanza, mientras que nosotros tenemos a veces la impresión de ser sólo una pequeña vela mortecina.

En estos días he leído las palabras de Juan XXIII durante la audiencia general del 20 de septiembre de 1961. El Papa expresaba su gran tristeza por la gravedad de los acontecimientos que estaban sucediendo en Cuba; acontecimientos, decía, que exigían tanto oración como prudencia, y, al mismo tiempo, fe ardiente y gran valentía. El deseaba que la buena voluntad, la calma en las decisiones, la búsqueda sincera de la salvaguarda de los valores de la civilización cristiana, tuvieran más fuerza que las decisiones apresuradas. El Santo Padre evocaba a Nuestra Señora de la Caridad de El Cobre, tan venerada en la isla, con las siguientes palabras que deseo recordar, esta tarde, a cada uno de Uds: «Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris. Que el amor de Dios y el amor de los hombres entre ellos moderen los impulsos de la naturaleza, resuelvan los conflictos y apacigüen las tempestades»..

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